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viernes, marzo 29, 2024
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La sombra de un árbol

El verano es el momento en el que todo madura. En su amalgama de días nos trae lo que hace falta. Viene de lejos, sin prisas, con sabia paz que palpa la piel del aire y una sonoridad que cubre desamparos y acierta en las esperas. Su  tiempo descansa en el regazo de los sueños, huella que dilata compases lentos susurrando aromas en la cuerda floja que dejan los desencuentros.

El árbol es el ser más vivo que existe, un punto de acuerdo, un eje común cuya presencia constante nos envuelve para adoptarnos con su abrazo.  Contemplarlo es un vicio para la imaginación, nos hace crecer las miradas, nos eleva en su fluir oculto de luz y sombras.  Es el eje de la humanidad: nos alimenta, nos calienta, nos alumbra, nos regula con sus muchas funciones; es el alma de los carpinteros, barqueros, campesinos, libreros, estudiantes, motor del desarrollo (a pesar de la industrialización), aunque no somos conscientes. Hemos perdido su referencia, nos falta su lazo educativo, su raíz entre nosotros: se prohibió en escuelas porque podíamos trepar y caernos.

Pero la chiquillería sigue jugando a su lado, los viejos charlan bajo sus copas. Dan testimonio de caricias, amparan vidas solitarias, comparten reglas de la vida. Junto a su piel se derraman los sentidos: se escuchan olores, se respira su paisaje que, a veces, huele a silencio reposado. Estar bajo sus ramas nos puede empapar, hasta que se escapa algún suspiro, un momento en que sentirnos relajados, en calma, para sumergirse en la lectura o en el descanso, a la charla íntima, al juego, al paseo, al ejercicio… Formamos parte de su buena sombra. Cuando el sol aprieta la buscamos, es un regalo al servicio de seres los vivos A pesar de los habitáculos y artefactos que nos protegen del calor, del frío, de la lluvia o del viento, nos habla desde su savia profunda, nos anima a  recordar nuestra antigua relación. A través de las hojas tiemblan sus versos, laten como hermanos el afecto y la identidad, imprescindibles para plantar los años.

Libros como El árbol deJohn Fowles, o el del mismo nombre de Joaquín Araújo, o los de Francis Hallé oHelena Attlee, el de Patricia de Souza o Núria Ruiz, o  Susanna Isern  contienen bosques en los que conviven las palabras y sus frutos. Su magia, dice Ignacio Abella,  nos enseña que somos la mejor pareja de baile.

Vivimos tiempos extraños por lo que se dice y lo que se calla, desconcierta la falta de transparencia – y tanto  peso acumulado-. A pesar de todo, seguimos siendo sopladores de vuelos, bajo sus sombras existe un hogar al que sólo llegaremos a través del apego respetuoso que dé cobijo a tanto aire roto.

Francesc Reina

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