Somos nuestro peor enemigo, pura contradicción; sin embargo no debemos culparnos por ser humanos, aunque tampoco es bueno pasarnos la vida adorando símbolos y creer que son la realidad. Estamos atados, esclavos a sensaciones, objetos, acciones que nos gustaría dejar o tener, pero no siempre podemos. La idea misma de felicidad es un instrumento dudoso que perpetúa el engaño con la ayuda de nuevas incorporaciones: como ese humanismo empresarial lleno de fórmulas de autopromoción y camisetas de diseño que se apunta a la excelencia sin que estén muy claros sus métodos. La esquizofrenia posthumana, comenta Braidotti: la muerte de hambre por pobreza frente a epidemias de anorexia-bulimia-obesidad, las clínicas dietéticas y estéticas para mascotas, las guerras infinitas, la comodidad de la ignorancia…
El viejo Bauman reflexionaba sobre los continuos cambios que nos afectan (¿quién dice que no cambiamos?) y nos hacen cuestionar las propias expectativas, muchas de ellas atractivas, otras inalcanzables. Los problemas cotidianos fuerzan las decisiones obligándonos a reajustar opciones que se mueven entre la autonomía o la dependencia: no es lo mismo ser un joven que un anciano, tener familia a cargo, llegar a fin de mes, o poder mudarse sin sufrir localizaciones. No todas las personas pueden disfrutar de un acceso a los recursos, no todos somos iguales en el bienestar o en la justicia. Hay quienes tienen muy pocos horizontes mientras que a otros les son muy amplios; privilegios que dan mayor grado de libertad.
Es necesario reconocer y respetar a las demás, nuestras creencias suelen ser muros que aunque nos definan y nos den identidad, llegan a través de sentencias impuestas por principios morales; cuando éstos muestran sus brechas se las suele rellenar con prejuicios. Se utilizan muchas tácticas para impedir que se sepa lo que pasa. Más allá de las palabras, es oportuno cultivar el relato colectivo, darse las manos para que el entendimiento constructivo sea un idioma común (aunque sabemos que los idiomas que no se practican se olvidan). La verdad es más que una aventura compartida, es la ilusión que ayuda a ver mejor para seguir creyendo en un mundo más correcto donde recuperar espacios públicos, donde se cultive el intercambio de experiencias, tender puentes entre la calle y la academia dando oportunidad de contar narraciones propias, esos faros que iluminan cualquier reivindicación y denuncia frente a quien pone reparos al enojo cuando se pierde el respeto y la elegancia.
Si al ser humano nos conforman las circunstancias, habría que hacerlo humanamente, sugería Saramago. Esperanza, en el argot marino, es el nombre que se le da al ancla que mantiene la embarcación fija en el mar frente a las tempestades. Las ancoras son pesos que retienen al navío, señal de firmeza, solidez y seguridad. Entre agitadas aguas, igual que en la incertidumbre de las crisis, pérdidas o enfermedades, asegura y sujeta, ata, fija para no ir a la deriva, para no zozobrar. La huida es otra cosa, no siempre es una forma de escapar sino un medio que, a menudo, es la única posibilidad para salvar el barco y su tripulación, donde se avista la necesidad de abandonar el lugar donde se pertenece, y en el que uno ya no se reconoce o no le reconocen. Es la historia de los que se fueron y de los que se irán dejando atrás sus costas para descubrir otras orillas – porque hay motivos para dejar lo que se he dejado allá lejos, escribiría Whitman- playas desconocidas que brotan en otros confines, una manera más de crear vínculos. No todas las cárceles tienen barrotes, algunas son menos evidentes aunque acostumbran a castrar la imaginación. A veces la fuga es la única alternativa para mantener vivos los sueños.
Francesc Reina