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sábado, abril 20, 2024
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El olor en tiempos difíciles

Escribía García Márquez en su libro El amor en tiempos del cólera, que el olor de las almendras amargas le recordaba el destino de los amores contrariados. Embriagarse con un perfume es una fiesta para los sentidos y ahora, que se han celebrado ciertas tradiciones sobre el querer, una posible tarea podría ser preguntarnos a qué huele la pena o la alegría, la derrota o el triunfo, para unirlas (cariño-decepción-fragancia) al sabor del lenguaje y allí, poder imaginar las primaveras vividas.

Igual que es imposible no respirar, oler va unido a ese acto fundamental para la vida, que es exhalar el fuerte y alado néctar de la existencia, como un aliento de ángeles. Cada espacio tiene su sustancia y ésta queda atrapada en sus redes. La esencia perdida se fija en el recuerdo y se va directa al corazón, a pesar de la ausencia de seres queridos -huidos o apartados, con o sin razón-, vuelos perdidos.

Hay bálsamos que se llevan pegados en la memoria y otros que se olvidan -queriendo o sin querer-, porque todo aroma tiene su biografía secreta, historias íntimas y personales. Viven en su nave de edad que se conecta con nuestras cosas, se agarran a nuestra infancia, a nuestra juventud, a la madurez y en la vejez, como se lee en el formidable libro de Patrick Süskind, El Perfume: “Hay una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad.” Los efluvios tardan en irse, se afincan, y cuando menos los esperas regresan del pasado y, a veces, nos abren nuevos caminos.

El olfato ha sido muy descuidado. Es, probablemente, el sentido menos valorado; se le ha silenciado, ignorado, incluso despreciado, contrasta con la poderosa industria cosmética actual. “Nada hay fragrante ni maloliente si el pensamiento no lo hace tal”, reflexionaba Shakespeare en su Hamlet.  A pesar de todo, los aromas nos definen, ejercen una amplia variedad de funciones sociales, sobre todo en las diferencias. Lo malo es feo, lo bueno es hermoso, el vaho que desprendemos es considerado positivo o negativo según quien establece las distancias, los límites que mantienen la vigilancia permanente sobre la discriminación para justificar su dominio. Marcas mezcladas en la piel que provienen de las guerras del hambre, del color de la gente, de la pobreza –la mucha y la menos- y sus conflictos cotidianos, de no tener trabajo ni ahorros. Sobrevivir con mermas para comer y beber, en la salud, en el hogar, sin terapia para reducir el estrés, la ansiedad o la depresión; el menoscabo del acceso a la industria, al transporte digno, a las relaciones con la naturaleza o en el cuidado personal. 

Lo que huele a dolor evoca un pasado hacia adelante en un mundo competitivo, en el cual nadie tiene derecho a nada más que a lo que pueda conseguir con un futuro olfativamente apagado que apesta.  Algo parecido al tufo solemne y extraño de triunfos y derrotas, aversiones o afectos que supone la esencia de las urnas, el plástico de las mascarillas, del  documento de identidad, al papel de los votos en los sobres. Para cierta  política lo primero es la confianza de los electores. La verdad es otra cosa,  comenta George Lakoff; reemplaza el debate de la gobernanza por la contienda de los valores, una técnica para dejar una buena impresión, un hecho que a menudo representa la señal de peligro que emana del agua estancada.

En estos tiempos difíciles cuesta encontrar palabras en el vocabulario humano para describir el olor de la muerte (Federico Kukso, Odorama,  La historia cultural del olor). Una época donde impera la injusticia y el sufrimiento aunque seguimos amando.

Francesc Reina

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