Mientras en Hacienda alguien inventa lo que sea para explicar cuatro millones que son muchos más, el resto sabemos que nos ha caído encima otra de las injusticias divinas que cada cierto tiempo condenan a los habitantes del Reino de España. Esta vez en forma de pandemia que mata inocentes a miles, pero salva los privilegios de la familia menos ejemplar, esa cuyo emérito regresó en 1947 para dar forma a un Estado que convierte cada día en la vergüenza del mundo desarrollado.
Sin lo muy distanciados de cualquier vecino que nos tiene este virus maldito, es imposible imaginar que no se hubieran sucedido manifestaciones en decenas de ciudades reclamando cuatro décadas seguidas de República. Es lo mínimo que merecemos para probar a que sabe lo que nos robó aquel despreciable español, el mayor asesino de españoles de la historia de España que tuteló al rey corrupto desde los 9 años de edad y que, para triunfar, necesitó de Hitler, Mussolini y al resto de Europa mirando a otro lado. Y dentro de 40 años, si alguien quiere regresar a un reino que nunca será de los cielos, que pida un referéndum.
Desde aquel día de marzo de 2020 en que el virus nos encerró en casa y Felipe VI aprovechó la ocasión para emitir un comunicado sin valor legal ninguno que tendría que haber sido el de su abdicación, estaría siendo tal el clamor producido por el ejercicio de las libertades que este rey habría salido huyendo con su padre del palacio que ninguno de ambos merece, para susto fatal de tantos añorantes del miedo como sistema de gobierno. En cambio, unos ocupan escaños en el Congreso y otros llenan Internet con millones de fusilados imaginarios.
¿Y qué hemos hecho para padecer tanta desgracia, que hasta las pandemias se permiten el lujo de atacarnos para salvar a nuestros peores símbolos?
Incapaces de derrotar lo más abyecto de nosotros mismos, seguimos sin pedir ayuda verdadera al mundo que nos rodea y mantenemos en el poder real a aquellos que sueñan con conquistarlo de nuevo.
Domingo Sanz