Escribe Ignacio Abella en su Reino de la utopía: “Y los periodistas dejaron de perseguir y alentar a políticos de vanas palabras, y los poderosos fueron marginados, olvidados, y los últimos quisieron seguir siendo últimos… Y en ese mismo instante dejó de haber primeros”.
Cuando se acercan las elecciones, las asesorías indican hacia donde han de mirar las palabras para cuidar el futuro; políticas de la magia.
Tal vez sea necesario rebelarse contra ciertos intereses a pesar de sus fachadas. La velocidad es una equivocación que golpea la solidaridad, perverso equívoco ir por delante en la jerarquía de la competitividad, de pretender ser ganador cuando lo importante debería ser la reciprocidad. El tiempo no ha de ser enemigo, como las drogas de diseño, como la mediocridad. La celeridad ha destruido parte de la cordialidad, del goce, de la reflexión, es una herramienta de los potentados para acallar injusticias y convertirlas en éxitos particulares. Lo rápido vende, falsifica.
Pero a más sobresaltos, el semáforo se cierra, los movimientos caprichosos nos hacen peligrosamente dependientes del reloj y del calendario, nos llevan a una esclavitud voluntaria, decía el geógrafo Humboldt. Nuestros salvadores suelen hacer lo mismo, el ansia precipitada va en contra de la reflexión, de la unión, forma parte de la dominación…
Somos los que más invertimos en el vientre materno, los que más tardamos entre todos los animales en agotar la infancia y, sin embargo, cuanta urgencia por madurar. Si algo se hace necesario es levantar el pie del acelerador para llegar a alguna parte, la detección oportuna de los motivos para conseguir mayor criterio, la serena armonía para esperar a que lleguen los buenos objetivos.
La base de la convivencia está en darse las manos para alcanzar juntas el premio, para que nadie se sienta amenazado por la rivalidad del otro. Entre la semilla y la recolección, el período justo que traiga la certeza.
Francesc Reina
