James Lovelock, reflexionando sobre el futuro de la humanidad dijo: “es mucho más fácil crear un desierto que un bosque”. Explica Gustavo Duch que cada vez hay más fuentes contaminadas, situación que no deja de crecer; casi diez veces más de las pautas establecidas por la OMS. La producción intensiva de cerdos en macro granjas acaba infectando los acuíferos que nos abastecen y los patógenos que resisten, invaden el medioambiente a través de los desechos animales.
Cerca de 30.000 personas mueren al año en Europa por infecciones bacterianas, en el mundo morirán unas diez millones por la misma causa (no hablemos de peces y anfibios, mil en las aguas del Besos, uno de los cauces más industrializados del continente y que recientemente ha obligado a cerrar playas y veredas por vertidos tóxicos). La ganadería y la agroindustria exigen más agua de la que los ciclos biológicos pueden recargar; un tercio de la capa freática del planeta corre peligro por la obsesión productivista de los que siguen enviando un discurso de escasez para argumentar sus transgresiones; la explotan como un sistema minero: cuando se acaba, se cierra el pozo y se van a otra parte.
Somos seres de agua, si en esta relación no podríamos vivir; la sociedad industrial olvida esta dependencia. Jeffrey Winters escribe que el poder de la riqueza se ha ido transformando en influencia política, un factor que pone en riesgo a la democracia por su limitada capacidad de control. La oligarquía usa su enorme poder aprovechando su invisibilidad, moldea las ideas en forma de aportaciones filantrópicas: subvencionando universidades, investigación, institutos y departamentos, inventa paraísos fiscales, hace que los gobiernos descuiden sus abusos con lagunas legales y puertas giratorias, especulan no solo con el agua, también con la vivienda o la salud, mientras urden complots para atacar gobernanzas renovadoras, sindicatos y movimientos ecologistas.
Francesc Reina