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lunes, abril 29, 2024
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La geometría del espíritu

“No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie”, escribió Walter Benjamín. Para ciertos oportunismos que nunca miran más allá de sus intereses inmediatos la vuelta al pasado resulta un paraíso perdido que algunos sueñan en recuperar, un eterno retorno de “personalismos” excluyentes –reduccionistas- que se hacen acompañar de una perversa psicología social (como fue la de Milton Friedman), para esgrimir su particular creencia sobre la irreversible rigidez de las leyes sociales; asumiéndolas como si se tratara de la ley de la gravedad, pretendiendo que la bendiga  una ciudadanía no ya pasiva, sino ignorante. La mayoría de los liderazgos han representado el carácter sórdido de la dominación, en sus obras se han plasmado sus aspiraciones en cada momento de la historia.

Cuando la “barbarie” se civilizó, según sus dos definiciones –el salvaje y el extranjero– nació el espanto: cuando millones de personas huyen del primer tipo de brutalidad cruzando los mares para toparse con un segundo tipo de crueldad; cuando millones de individuos condenados a sufrir la atrocidad de la codicia caen en la fiereza de la indiferencia. La civilización no suprime la barbarie, la perfecciona, decía Voltaire.

Ni el odio ni la difamación van a separarnos de nuestras contradicciones, y es esta síntesis de contrarios, el mutuo contrapunto del blanco y el negro, en el que el cruce entre luz y oscuridad nos alumbra y nos define. Lo que se dice y lo que se acaba haciendo forma parte de nuestro comportamiento, muy lejana está la posibilidad de  controlarlo, pues cada vez está más regada de autoridades, consumismo y aislamientos. Pero es  imposible separarnos de las circunstancias: por la presión del grupo, la imposición de encargos, la publicidad, las órdenes, los deberes…

Adolf Eichmann, responsable logístico del holocausto nazi, no era  un diablo sino un hombre común, con sentimientos de ternura, que quiso hacer bien su trabajo, ser eficaz en la peculiar producción en cadena del exterminio: cumplía órdenes sin convicciones ideológicas ni morales… ¿Por qué una ciudad que no representaba el más mínimo objetivo militar fue destruida por 40 toneladas de bombas? “No hay un rojo más intenso que los grises de Gernika” nos canta Drexler.

¿Por qué una persona normal, que ni es malvada ni tiene mayores pretensiones se involucra en la vileza? Ceniza y niebla. Ya nadie se puede sentir seguro en este mundo, porque la banalidad del mal nos implica a todos, «el eterno murmullo del afuera», comentó Foucault.

Hannah Arent, en su obra La condición humana, insistía en distinguir el conocimiento del pensamiento, y sobre este segundo, destacaba lo fundamental de un constante diálogo interno, donde cada uno debe juzgar sus propias acciones. Tal vez sea la falta de reflexión la explicación del porqué las personas buenas hacemos cosas malas.

Cuando se destina más dinero en micrófonos  y armas, y menos en maestras, en su reciclaje, en sus apoyos, en su vocación, la cosa no va bien (pienso ahora en el informe Pisa). Cuando por fin se condena a prisión a un terrateniente por robar 20 millones de litros de agua (ahora van a ser investigadas la Casa de Alba y la del torero El Litri), la esperanza se precipita y se enreda felizmente entre los árboles.

Francesc Reina

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