En Francia, Banliueu es lo que, en nuestro país, conocemos por suburbio, incluso: gueto (en desuso, aunque los hay).
Las diferentes crisis que sufrimos muestran las formas de compromiso de las poblaciones más afectadas en relación a las políticas que desarrollan los gobernantes. Hace tiempo que asistimos a transformaciones que afectan a la cultura de la solidaridad, sobre todo entre la juventud estigmatizada, ésta que sobrevive con profundas desigualdades y discriminaciones (que en el sector escolar se reconoce como segregación). Se reorientan, mudan cuando las legislaciones carecen de efectos visibles, ni son concretas.
La intensidad de las movilizaciones electorales varía según los lugares de origen, según las trayectorias vitales. La juventud tiende a dudar de los méritos de la democracia cuando sufre eternas marginaciones y heridas diarias, producto de las distancias con los poderes o con la capacidad adquisitiva de las generaciones anteriores. El informe Mundial sobre la Felicidad señala la adversidad juvenil en comparación con otras poblaciones a pesar de coincidir con las mismas preocupaciones: el coste de la vida, la vivienda, la salud…
No se trata de pobreza sino de un sentimiento suficientemente contrastado de desprotección. Cuando el bajón financiero de 2008, la economía coincidió con una década de riqueza a base de recortes e inseguridad laboral. Descubrimos una nueva categoría: la precariedad. Sueldos bajos y el miedo a perder el trabajo, los más remunerados aumentaban la lista de absentismo por estrés y agotamiento, explica la profesora Albena Azmanova.
Ha llegado un momento reaccionario. El escepticismo alimenta un temor conservador que algunos sectores ya denunciaban hace décadas. La consigna mágica de llegar a la estabilidad por atajos disciplinarios (“ley y orden”) encuentra un terreno abonado cuando las dinámicas burocráticas son implacables. Es la ambigüedad ligada al culto al individualismo (los individuos aislados son más débiles ante los problemas); la duda sobre el futuro promociona el “sálvese quien pueda” y son los migrantes los culpables. No es de extrañar que los sindicatos (y por lo general, la clase obrera organizada) estén en el ojo del huracán de las tendencias neoliberales extremas. El informe anual de Gallup o el Index Global de Derechos, demuestran cómo las libertades básicas van a la baja: se limitan las huelgas, se niegan negociaciones, se encarcelan sindicalistas… A pesar de moratorias y escudos sociales, los desahucios aumentan de forma proporcional a los beneficios de la banca y los grandes tenedores.
Los partidos de izquierda han ido pierden terreno al igual que la derecha moderada, frente a un discurso que descalifica el bienestar de los más frágiles con eslóganes meritocráticos sobre el esfuerzo y el talento, que valoran la remuneración según la responsabilidad laboral (mientras, las élites dominantes mantienen prácticas clientelares, como son las puertas giratorias). La hipótesis de una «revolución de terciopelo» que impida el ascenso de la extrema derecha a las urnas resulta improbable.
Asistimos a una verdadera inversión en la tendencia de voto de la juventud, una «mayoría silenciosa”. El miedo a la pérdida de estatus social aumenta los instintos de estabilidad, el fenómeno ahora atraviesa todos los estratos: las promesas de igualdad no son suficiente estímulo ni convencen. La vida cómoda ya no es creíble ni siquiera para la población universitaria, provoca indiferencia o rabia. Ya no importan los sueños. El paro juvenil en el reino de España es el más alto de Europa, el aumento del coste de la vida es la principal preocupación.
La sociedad alfabetizada ha tocado techo: ya no es necesario comprender las cosas, sólo usarlas, como el teléfono móvil o el coche. El escenario es una mayoría desinteresada (y orgullosa de estarlo). La desconfianza económica debilita los entornos, hace preservar lo que tenemos sin dejar tiempo ni energía para pensar qué nos gustaría ser y cómo llegar a hacerlo (un estudio reciente rebela que las letras de las canciones se hacen más angustiantes y obsesionadas).
El objetivo principal para no ser manipulados, comenta José Antonio Marina, es conocer la realidad para comprenderla y tomar buenas decisiones: la tiranía política, la esclavitud laboral, la discriminación de la mujer para que se quede en casa, el abandono de los ancianos, la conquista como fuente de riqueza, no son buenas soluciones.
Habrá que mejorar la visión de la gobernanza incentivando las organizaciones colectivas, en los barrios, en ámbitos institucionales abiertos, como lo son las escuelas y las asociaciones (esplais, espacios conciliadores, bibliotecas, iglesias, centros de cuidado para tantos malestares), donde nos socializamos, donde establecemos vínculos para reconocer e integrar nuestras diferencias, donde se construyen relaciones de cooperación, formas de aprender para sentirnos ciudadanía.
Francesc Reina