Andamos en el griterío
constante, en un mal momento,
me parece a mí,
Álvaro Pombo
La vergüenza, como cualquier otra emoción, puede encaminarnos hacia el bien, decía Tomás de Aquino, y el filósofo Gilles Deleuze recordaba a Primo Levi cuando sugería el ejercicio vital de sentir pena ante el horror de la estupidez, el bochorno reflexivo, escribía Johan Galtung; un entrenamiento sano para no enquistar la moral, recomendaba Camus.
Tal vez algún día, tener vergüenza llegue a ser una revolución para que no se abandone la verdad ante los obstáculos, para no perpetuar a quienes viven en la duda o de la mentira. A veces la veracidad molesta, sobre todo cuando incomoda las estructuras de dominación que acumulan unos pocos, sea en organizaciones fuertes o débiles, donde la jerarquía es un impedimento para convivir y compartir los asuntos. La verdad padece pero no perece, sentenciaba Teresa de Jesús. Sin embargo, la tarea de gobernar bien sigue siendo un noble objetivo cuya misión es resolver las dificultades que se nos presentan; el talento de las instituciones reside en esa capacidad para solventar los riesgos lógicos que nos acechan.
Pero administrar correctamente no significa mandar, escribe JA. Marina. La democracia es un término elástico, algo muy complejo, en su nombre se cometen barbaridades (hay quienes aprovechan sus debilidades para exigir la vuelta al autoritarismo); no en vano, los derroteros que han marcado a la humanidad casi siempre se han obtenido con derramamiento de sangre. La combinación de ignorancia y arrogancia han traído consigo serias consecuencias (la falsedad es una de sus caras) y no hay motor más firme para buscar remedios ante el desconocimiento que tener conciencia de ser ignorante (el “solo sé que no sé nada” socrático), una inmejorable lección de humildad que garantice la idoneidad con unos mínimos exigibles de honradez y respeto para hacer frente al narcisismo engreído y fabulador de ciertos (y nuevos) liderazgos.
¿Dónde aprenden los políticos a solucionar los inconvenientes de la sociedad? Hoy por hoy, para decidir sobre la vida de los demás se requiere, simplemente, figurar en los primeros puestos de una lista; para otros trabajos de menor envergadura se exigen muchas certificaciones, incluso antecedentes penales y estar en su sano juicio. Los derechos no han surgido exclusivamente de un pacto entre juristas y estamentos notables sino de personas con una pizca de bondad y sentido de lo común que aún suelen ser considerados gente subversiva.
La clave se encuentra en superar las complicaciones propias de la evolución cultural, tal esfuerzo presenta dos estilos: a) o problemas a resolver o b) o conflictos que vencer… Es decir, o tratar con cuestiones, o con enemigos. Necesitamos a nuestro lado buena gente que nos oriente para superarnos y, desgraciadamente, quienes están instalados en la lucha por el poder no nos pueden dirigir bien. La buena escuela nos anima a desbloquear proyectos que enturbian la vida emocional, social i económica con inteligencia, es decir, buscando con mentalidad de aprender, para encontrar y cambiar al mismo tiempo que cambian los entornos.
Continuamente tropezamos con espíritus totalitarios; la fascinación por el mando es un virus que se contagia en cualquier ángulo, hay quienes creen que tienen la verdad absoluta y se sienten agredidos cuando lo que se dice o se hace no va acorde a sus deseos. Cuando los perversos se juntan, los buenos tienen el deber de asociarse, proponía el conservador Edmund Burke ya hace mucho.
El capital social: la fraternidad, el altruismo, son motores para hacer fracasar las crueldades y poner en cuestión la desigualdad, en ese proceso, la meta debe ir más allá de la compasión, se trata de justicia, es nuestro deber, comentaba Rousseau. Los lugares para mantener un compromiso firme con las palabras (para que no las secuestren, para que no se apropien de ellas con mala fe) siguen siendo los sistemas de apoyo, los espacios asociativos -como el movimiento vecinal- como los grupos de defensa de derechos ciudadanos, refugios de democracia; porque la cultura no puede sobrevivir sin utopías (ni aporías).
Francesc Reina