Los cantos que llaman a la compasión son sonidos con poder, despiertan sentimientos entre la tristeza y la ternura, porque el sufrimiento produce disgusto, como el luto que provoca alguien que no vuelve y no se ha podido despedir – sin segundas oportunidades – como la marcha de un hijo que se va a la guerra, como la pena de la mujer que queda sola entre el llanto doloso (silente o estridente) de criaturas pequeñas, viejas o enfermas.
El lamento de un pájaro es parecido al canto de las sirenas, ya sea por el alejamiento de la tierra amada, ya por la cría y el afán que exige. También surge por el deseo de libertad después de un destierro o una condena en prisión, o el desconsuelo por el abandono del mundo rural sin opción para quienes quisieran sacar un provecho humilde, o el desánimo después de la traición a otras regiones y países, o por el gasto militar desbocado, la vergüenza por el tráfico de animales, así como las aflicciones causadas por los ataques a la naturaleza: incendios provocados, vertidos descontrolados, robos de agua, emisiones tóxicas, escombros y chatarra sin recoger; el luto que ocasiona la agricultura y la ganadería industrial… Más de lo mismo que revierte en nuestra salud.
Gritos de necesidad para dignificar el sistema de medicina pública, porque el dinero que acuda a las mutuas privadas no irá a la sanidad de todos, al igual que ocurrirá con la gestión de las pensiones. Suspiros de sufrimiento cuando se espera un desahucio, la peligrosa vida de la filosofía en el sistema educativo, el pésame por los accidentes laborales, la culpa de seguir siendo negro o magrebí, los saltos mafiosos en nuestro mar…
Canciones melancólicas que no tienen fronteras, se llenan de emociones con sus romances de la pérdida, como las baladas, los pasodobles, como muchas arias de ópera, como las rancheras, las habaneras, como el blues, el country, el quejío de seguiriyas, de saetas… E incluso el nostálgico toque de las campanas.
Francesc Reina
