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viernes, marzo 29, 2024
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La vergüenza

Las sociedades son desiguales, lo cuenta la historia, y aunque ésta se construye con diferentes interpretaciones (subjetivas, claro),  hay cierto convenio por admitir que fueron creadas por pequeños grupos de élites para explotar (o encauzar, según se mire), a la gran mayoría. Muchas de sus normas impidieron cosas básicas para así controlar mejor a los individuos y no permitirles pensar por sí mismos. Para imponer sus prerrogativas e intereses económicos se inventaron el mejor argumento: El supremo. Las cúpulas eclesiásticas han estado junto a los ejércitos, los legisladores, y con los ricos, formando el equipo dominante en todos los rincones de la Tierra. Para colmo, descubrieron la culpa, ese  invento tan poco generoso, como canta  Andrés Calamaro. Si algo malo pasaba no era por azares de la vida sino porque se lo merecían, por hacerlo mal.  Así apareció la idea del pecado en las conciencias de las gentes. Transferir la culpa al impotente era decirnos que nos equivocábamos, nuestras desgracias eran fruto de nuestras desviaciones. Por supuesto, el mando era infinitamente justo. El peso de la voz.

En las épocas, en horas bajas las proclamas religiosas, se invirtieron los términos, se comenzó a pensar en todo lo contrario: que lo que nos pasa no es culpa nuestra sino de los otros. Pero el truco del poder no se ha desarmado, aunque sean políticos, ricos o policías los responsables de más de un atropello, se sigue condenando al infierno a inmigrantes, infieles, alguna que otra mujer (como Eva) y muchos otros. Aquel tiempo sin escrúpulos ha ido caminando a través de la memoria, como un vagabundo, sepultando siglos con su visión doctrinal. La justicia y los tribunales eran una invención de gentes complicadas que enredaban, siempre, las cosas de los pobres. El silencio, entonces, era lo único posible.   

Vivimos en tiempos de contaminación, palabras e ideas se convierten en víctimas, y cuando nos hacemos conscientes de lo miserable de esta condición, la esperanza pasa a ser la única opción para liberarse de lo absurdo. Esto escribía Albert Camus: “lo absurdo es el pecado”, el castigo más terrible es el esfuerzo inútil.

Algo necesitamos para detectar las injusticias y en eso puede ayudarnos tener sentido de la vergüenza; “tener vergüenza es ya una revolución”, decía Marx. A pesar de todo, las autoridades se saben adaptar a los tiempos, cada vez se mueven mejor en el secretismo. Pero las coincidencias no existen, las cosas pasan por algo. La paradoja se convierte en normalidad y es una ingenuidad pensar en un reino del revés. Aborto-eutanasia-vacunas; siguen los mismos yendo a países lejanos a pagar sus servicios. A los demás nos toca esperar a golpe de leyes; y mientras tanto, unos entran y otros salen de la cárcel, porque no todo puede ser discutido. El viejo sintagma se sigue manteniendo: la basura de la riqueza se la comen los países pobres, aumenta el recibo de la luz. Un orden moral que cada cual se atribuye según su interés.

La jerarquía católica en ningún momento expresó desacuerdo porque Francisco Franco se erigiera Caudillo de España por la gracia de Dios – nihil obstat-. Las palabras califican a quien las dice; en el nombre del Padre mataron a mucha gente.

Habría que denunciar a la iglesia  por lo fatal que lo ha hecho. Algo así pensó un insolente bolchevique, Anatoli Lunacharski, fiscal de la Revolución Rusa a principios de 1918. Creyó imprescindible abrir uno de los procesos judiciales más extraordinarios de la historia: sentó a Dios en el banquillo de los acusados por crímenes contra la humanidad, por genocidio. La defensa usó  la táctica de alegar enajenación, esgrimió argumentos sobre demencia y trastornos psíquicos. De cualquier forma, fue condenado.

Pero no toda la iglesia es así. Por mucho que lo han intentado con los religiosos rebeldes, rojos, sociales (han visto Retorno al Paraíso, de Mark Robson?). El sacerdote Giordano Bruno fue quemado vivo -por disputar la autoridad divina, al proponer que la humanidad no era el centro de la Tierra y mucho menos del Universo. Besando la Teología de la liberación, el cura Camilo Torres dejó de dar misa para acercarse más al prójimo, eso dijo al incorporarse al Ejército de Liberación: “no importa de dónde viene el hombre, sino de donde viene el hambre”.

Una cosa que hace la muerte es que destaque más la vida, limitar la capacidad destructiva es el afán para mejor convivir. El descarado Lunacharski había sido nombrado en 1933 embajador de la Unión Soviética en la España de la II República. Tal vez otro argumento de los golpistas del 36.

Francesc Reina

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