El Refugio es una escuela para infancias perdidas. Allá, la gente extraviada recibe muy bien lo que se les regala. Quien ha perdido su lugar en el mundo, por pereza, por accidente, por mala suerte o por maldad, se vuelve a sentir querida, tranquila y en algunos casos recuperada. A eso se le llama amparo.
Despojados de inquietud por unas horas en ese abrigo, felices de retozar en el resguardo, ese cobijo les ofrece adornos vegetales, rincones bucólicos, espacios de melancolía y muestras de un territorio tan verdadero como inventado; un barrio mental, un juego entre la realidad y la apariencia que conforma la genuina y prodigiosa fabula de voces que resuenan con un sentido musical la palabra alegría. Ahí se cobijan hasta la tarde noche. Anatomía del hielo, el asilo es una metáfora de lo absurdo. Con la noche llegan las ideas letales, las alucinaciones adulteradas de quien los apartaron del camino. Ídolos de barro en una cáscara podrida, hache que no suena, que ya no está, hache de hombre y hembra que queda en humo, bailantes de una pesadilla de frutos negros que nada pueden en este campo blanco. Desvalidas, obsesionadas por recuperar un júbilo agrietado que tropieza en cada piedra, en esa ruta que busca la taberna donde esconderse del mundo.
Estar en lo oscuro es ser un desgraciado cayendo de espaldas al mundo, una sensación de telón que cae junto a una piedra que se hunde. La diosa luna es la encargada de no dejar en la oscuridad a los mortales cuando el sol se ocultaen el horizonte, aunque el rocío sea la comarca de una muerte aplazada. La ciencia de las despedidas es una escuela del desafecto y la vigilia, una peligrosa derrota.
El albergue funciona de 9 a 20 horas, más o menos. Cada día hay que recuperar el tiempo perdido tras la exposición del desastre. Silvia me pregunta con su lucidez infantil ¿por qué se nos mueren, porqué los ricos no ayudan? “Hay noches en que los lobos están en silencio y aúlla la luna”, George Carlin.
Francesc Reina
