A estas alturas, aceptar que las cosas se cuentan según el interés de quien las explica no debería sorprendernos. Si nos fijamos bien, en cualquier historia que indaguemos se puede intuir que practicamos una especie de pacto de credulidad, un mecanismo por el cual aceptamos lo que escuchamos; así ocurre en el teatro de la vida, donde todo lo ficticio nunca es falso. Si pudiéramos averiguar donde está el truco, descubriríamos el espectáculo desde otro lugar y tal vez, entenderíamos mejor para qué sirven las ilusiones, igual que se descubrió el invento de la religión. Pareciera que nos va bien dejarnos engañar, por la razón que sea: todo es como es, según los ojos con los que miramos. Se trata de la voluntad de creer, un ejercicio al que se le dedica esfuerzo y mucho dinero.
Hubo un tiempo, que aún persiste, en el que la aristocracia y luego la burguesía impusieron una forma de convivencia basada en la pulcritud: todo debía estar limpio, impoluto: las criadas, los sirvientes, trabajaban con ahínco en limpiar suelos, techos, jardines y loza para deslumbrar. Había que apartar todo lo sucio, desecharlo. Tal obcecación traspasó el mundo de las cosas para trasladarse al de las personas, y en esa carrera imparable, en un principio fueron los mendigos, los «apestosos», pero también cayeron desde sus miradas los jornaleros, las dependientas, la gente obrera, los migrantes, los errantes, y así nos fueron ubicando en zonas alejadas donde la pureza no pudiera mancharse con malas hierbas.
En el subsuelo es donde se da la tarea de integrar todo lo que está abajo para permitir que viva todo lo que está arriba; se llama rizosfera. Cuando el entorno ahoga, en la oscuridad de la tierra, se convoca un inicio irrevocable que dignifica lo que vive en las raíces, lo más ignorado, eso que no sale en televisión y que parece que no existe.
Seguimos padeciendo daños irreparables. Echarle una mano a la vida tiene que ver con el lápiz del tiempo, como dice Joaquín Araújo, una fábrica de claridad que puede incomodar a ciertos sectores. Sobrevivimos en el asfalto, nos enterraron la tierra, la que nos hizo crecer, de tal manera muere el frescor, la comida, y la calma, el sudor de nuestros mayores y la condena de nuestros hijos; apartaron lo que nos dijeron que era feo. Igual que hicieron con nuestros discapacitados, escondidos sin salir a la calle, para no enturbiar la armonía (en su penitencia se inventaron el día de la “banderita”).
A pesar de todo hay quien persiste en liberar a las plantas del muro de las aceras que nos amordazan, selladas, sin que pueda drenar el aire, esas que buscan luz entre las grietas de las calles, en los margenes de las riberas y en las vías del tren. Malvas, diente de león, amapolas, verónicas, verdolagas escondidas, trabajando cicatrices donde las heridas piden consejo antes de cerrarse. Una belleza humilde y proscrita. Se empeñaron en meternos la idea de que la virtud era lo que ellos pensaban. Pero surge esa resistencia pasiva en las escombreras, en los descampados, en los polígonos, en los pequeños parques que son, al fin, rincones de paz, espacios de creatividad, lugares de encuentro y medicina que no necesita ser pulida como los campos de golf, que no precisa recortar sus hierbas como el césped, que no requiere tanta agua despilfarrada.
El futuro está lleno de silencios. Ahora está pasando con las generaciones más jóvenes, a las que poco se escucha porque tiene muchos vacíos heredados, porque sigue sin una formación profesional decente, porque en sanidad comunitaria aún falta mucho por hacer. Los seres vivos estamos conectados a una red de dependencias mutuas por mucho que nos lo quieran ocultar, ignorarlo no nos hace más humildes sino que nos empuja a la falta de respeto; es la arrogancia de algunos, una historia que viene de lejos.
Francesc Reina