Los sentimientos siempre están ahí. Si buscamos se encuentran, muchos han estado ocultados, silenciados, sin interpretación ni comprensión alguna, si no han sido protegidos no se han podido reconducir, y menos compartir. Y es que seguimos debatiéndonos entre la razón y la emoción: siento, luego existo. Sin embargo, gran parte de lo que aprendemos nos envuelve con su huella. Las emociones no se quedan fuera de casa o del trabajo, del ocio o del estudio… Se llevan dentro, confinadas a una esfera privada, sin control, sin formación, sin información. A veces ridiculizadas, otras castigadas; etiquetadas. Nada que hablar sobre el miedo, sobre la cólera, la inseguridad, la soledad, el agobio…
Siempre habrá quien por muy capacitado que esté en su oficio, en su desempeño oprima, humille, explote, incluso mate. La vida emocional es la base de la convivencia o de su contrario.
La dimensión social de la afectividad sigue en peligro, no se ha cultivado lo suficiente. Se suele pensar, alegremente, que es en la escuela donde se desarrolla; pero pasados los años infantiles, el currículum educativo prioriza conocimientos teóricos y habilidades funcionales, allá donde las afecciones no van más allá de una dimensión disciplinaria. Muchos silencios demuestran la escasa capacidad de las comunidades educativas desfavorecidas, donde se siguen alimentando estereotipos, tabúes, mitos y errores, prueba de ello son las protestas del magisterio por la falta de recursos, el control de la vida privada de las chicas, la negación de ciertas violencias, las angustias que genera la identidad sexual, la culpabilidad que arrastra sufrir enfermedades de la mente… Llama la atención que siga siendo la escuela la única opción identificada para tratar las pasiones, mientras la televisión y otros medios no dejan de mostrar la trampa y el engaño, la torpeza, la estupidez o la perversión de una parte de la vida pública: política, asociativa, empresarial, académica, cultural, familiar…
Francesc Reina
